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Ser libre y ser
feliz. ¿Quién no ha inscrito estos dos objetivos en su programa diario de vida?
Durante siglos se ha asistido al monopolio de la razón, hoy es urgente la
reconciliación con el mundo de los sentimientos. Enseñar a pensar y enseñar a
amar se presenta como una de las geniales síntesis de la educación agustiniana. El libro y el corazón como emblema. “De nada sirve que la razón se adelante si el
corazón se queda atrás”, decía con su lenguaje lacónico aquel
escritor español del Siglo de oro que fue Baltasar Gracián. No como realidades
autónomas. La inteligencia emocional, utilizando un término de la psicología
contemporánea. La verdad que hace relación al amor y la razón que hace relación
al corazón. El amor inteligente como contraposición al amor instintivo que no
es humano. O el “ojo del
corazón”,
metáfora que utiliza san Agustín para la percepción cordial, entrañable de la realidad.
El COLEGIO MAYOR UNIVERSITARIO SAN AGUSTÍN
pretende ser una comunidad universitaria al
servicio de la búsqueda de la verdad y de la educación del corazón. Con las
consecuencias éticas que afectan a
todos: el deseo de superación, la apertura al otro, la escucha y el respeto a
las opiniones ajenas, la honradez intelectual...
Junto al libro, siempre el corazón. Si los sentimientos se separan de
la razón quedan abandonados
a la fuerza incontrolada de la pasión. El ser humano necesita amar, sentirse
amado, entregar su vida porque en la
donación libre de la propia existencia está el proyecto que abarca mayor
plenitud.
La pastoral universitaria agustiniana pretende ayudar a sanar la mente y sanar el
corazón. Cualquier contraposición entre verdad y amor, como separar
la afectividad de la razón, supone desviarse de la pedagogía
agustiniana. Verdad y amor se necesitan mutuamente. No se puede optar por el
amor en contra de la verdad, ni tampoco utilizar la verdad ignorando el amor. Ante
la posible alternativa amistad o verdad,
debe prevalecer la verdad. “Se ha de rechazar toda amistad que sea un obstáculo para encontrar la
verdad”, escribe san Agustín (Soliloquios
I, 12,20).
P. Santiago
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