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Todos compartimos la experiencia incuestionable de la propia debilidad como parte integrante de nuestra vida. Somos vulnerables a una climatología cambiante que condiciona nuestro estado de salud por más que pretendamos utilizar como escudo las vacunas.
Fragilidad también psicológica que los especialistas se encargan de estudiar y catalogar: estados de insatisfacción, ansiedad, depresión, soledad...
Se suma hoy la debilidad moral que se enmascara detrás de diferentes caretas y la debilidad espiritual que delata una presencia irrelevante y superficial de Dios en la propia vida.
A estas debilidades personales hay que añadir las que sufren las instituciones permanentemente amenazadas por los dardos de la crítica. El resultado es un cierto malestar generalizado que provoca el disgusto por la vida. Hubo tiempos en los que se planteó devolver el billete de la existencia y escoger la muerte como solución, hoy se prefiere como vía de salida el presentismo, el “sálvese quien pueda” egoísta e insolidario.
¿Caminamos hacia una sociedad cada día más alejada de las realidades espirituales? El año 1997, Daniel Goleman vino a demostrar algo que ya habían predicho desde Platón hasta Freud: la estructura de base del ser humano no es la razón, sino la emoción. Somos, primariamente seres de pasión, de empatía, y sólo después de razón. Se abre así paso la llamada inteligencia espiritual que abarcaría la capacidad de trascendencia del hombre, el sentido de lo sagrado o comportamientos exclusivamente humanos como el perdón, la gratitud, la compasión... Es la vida según el Espíritu, la presencia callada de Dios en nosotros como huésped interior que nos ayuda a crecer y a actuar como personas.
P. Santiago
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