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Alguien ha llamado a María el rostro femenino de Dios. La doble realidad humana sexuada –masculino/femenino– se ha exagerado, aunque hoy, por fortuna, van borrándose las caricaturas de otro tiempo. La diversidad sexual es complementariedad, llamada, riqueza. Hay, sin embargo, todo un simbolismo que rodea el mundo femenino y, con otras notas, el mundo masculino. Quizá por estas razones se habla hoy de un Dios Padre/Madre o de María como el rostro femenino de Dios. Dios es plenitud y, en consecuencia, reúne y comprende –a partes iguales–, fortaleza y ternura, vehemencia y delicadeza.
Cuando hablamos de padre, hermana y amiga no estamos pensando en tres sustantivos femenino singular. Tampoco contamos las sílabas como si fueran las sartas de un rosario. Madre, hermana y amiga son el rocío que mana del corazón y da frescura a nuestra vida, la mano tierna que acaricia en los momentos que nos toca el oficio humano del dolor.
A los títulos de madre, hermana y amiga, cada uno les ponemos unos nombres y unos rostros concretos; sería un gran error que los sacáramos de la agenda solo en esas contadas ocasiones que marca el comercio arbitrariamente – el “Día de la madre”, San Valentín…– o el santo que aparece en el calendario. Yo, desde luego, no pienso ahorrar besos y conversaciones ante la fotografía de mi madre, ni besos, llamadas o correos para hablar con mis hermanas adoptivas o con mis amigas. Ellas son mermeladas de gozo extendido sobre la rebanada de mi alma.
Así es Dios Padre/Madre, por más que algunos se empeñen en disfrazarlo con títulos ininteligibles y situarlo a kilómetros de distancia. Así es María, Madre, hermana y amiga. De guardia todas las horas esperando nuestros llantos, nuestras soledades y los nudos de nuestros miedos.
P. Santiago
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