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El día 27 de mayo celebramos la fiesta de Pentecostés. Cuenta san Juan que al llegar la noche del primer día de la semana, los discípulos estaban reunidos y tenían las puertas cerradas por miedo a los judíos. Jesús entró y, poniéndose en medio de ellos, los saludó diciendo: ¡Paz a vosotros! Después de intercambiar algunas otras palabras, sopló sobre ellos y añadió: Recibid el Espíritu Santo (Jn 20, 19-23). Jesús había entregado ya su palabra y su vida, ahora suma otro inmenso regalo: su Espíritu.
El Espíritu Santo es la luz y el aliento de Dios en nosotros, la alternativa a una vida acorralada por el egoísmo y la frustración. Dios es donación y comunicación expansiva. Hay hombres y mujeres que nunca han abierto su corazón a Dios, que no escuchan a nadie en su interior, que se avergonzarían de hablar con Dios espontáneamente.
Si se ignora qué es peregrinar hasta el propio corazón y uno permanece insensible a la vida interior que se encierra dentro de nosotros mismos, no es fácil comprender qué es eso de recibir el Espíritu Santo. Desde fuera no se le puede enseñar a nadie a alegrarse, a amar o a llorar. Es necesario bajar al fondo de nuestro ser y mirarnos por dentro tal como somos.
Un santo español –san Juan de Ávila– escribe con el lenguaje precioso del siglo XVI: “¿No os ha acontecido tener vuestra ánima seca, sin jugo, descontenta, llena de desmayos, desganada y como que no le parece bien cosa ninguna? Y estando en este descontento, viene un airecico santo, un soplo santo, un refresco que te da vida, te anima y te hace volver en ti y te da nuevos deseos, te hace hablar palabras y hacer obras que tú mismo te extrañas. Eso es el Espíritu Santo”
Cada uno debe descubrir por experiencia propia cómo la fe y la docilidad al Espíritu satura de sentido y de gozo su existencia.
P. Santiago
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