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La vida se puede disfrutar sin fe y sin ninguna esperanza de resurrección. Otra cosa es vivir la vida y la muerte sin un horizonte de futuro. La historia humana es, entonces, un camino cortado y esa inevitable fecha de caducidad de la propia biografía, relativiza la búsqueda de la verdad, el amor, la bondad, el gusto por la belleza...Todo pierde importancia cuando tiene carácter efímero. ¿Se puede vivir de este modo? Indudablemente que sí y también las realidades perecederas se pueden valorar y disfrutar de forma pasajera.
Es posible vivir con la luz corta de cada hora –capaz de iluminar los acontecimientos cotidianos–, y vivir con la luz larga de la fe que ilumina el hoy, el mañana y el más allá de la muerte. Aquí, en el territorio de la fe, es donde hay que situar la resurrección.
Que la fe sea requisito para acercarse a la resurrección no significa que pueda interpretarse como una invención fabricada por la fantasía de la primitiva comunidad cristiana o un calmante que ayuda a sobrellevar los dolores y la aspereza de la vida. La resurrección tiene el carácter de novedad absoluta en la historia. San Agustín lo expresa de forma clara: “La resurrección de Cristo encierra el misterio de la vida nueva” (Sermón 229 E, 2). Novedad personal y novedad del universo que no acertamos a imaginar porque es “la sorpresa de Dios”.
Como pedimos a Dios el pan en el Padrenuestro, debiéramos pedir, también, la resurrección de cada día. Hay acontecimientos que son como zarpazos de una fiera. A través de los días coleccionamos pequeñas muertes. Se mueren –y algo nuestro muere con ellos– personas queridas, proyectos, ilusiones... Todos podríamos colocar, en doble columna, las esperanzas cumplidas y los deseos frustrados. También la lista de los fracasos y tropiezos –las muertes– que se han cruzado en nuestra vida. Si no fuera posible vencer esas muertes, nos iríamos hundiendo progresivamente bajo el peso de nuestra fragilidad.
P. Santiago
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