martes, 24 de abril de 2012

La conversión de San Agustín


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El día 24 de abril celebra la Iglesia la fiesta de la conversión de san Agustín. Aunque sea imposible fechar un acontecimiento que es fruto de un largo proceso interior, se inscribe este hecho el año 386 y su bautismo como cristiano en la noche de Pascua de 387.
San Agustín es un hombre transparente que ha reflejado en su manera de vivir ese puñado de preguntas y aspiraciones fundamentales que todos sentimos en lo profundo de nuestra vida. Quiso vivir plenamente –a tope–, acercarse a la verdad, caminar en libertad, amar y ser amado. Un día descubrió que la paz verdadera, la belleza sin mancha, la verdad completa y el amor incondicional tienen un nombre: Dios. Comenzó, entonces, la aventura de la fe  y el servicio sin condiciones a la Iglesia. Fue sacerdote y, más tarde, ordenado obispo para servir a los cristianos de Hipona, en África.
Su vida parece que tenga ribetes de novela porque no faltó en su juventud  la presencia de  una mujer durante quince años y, como fruto de esta relación, el nacimiento de un hijo que llenó la casa de risas y balbuceos infantiles.
Algunos lo recuerdan  como un gran pensador, un arquitecto de frases ocurrentes o el autor de una torre de libros. Todo esto es verdad, pero no lo más importante. La herencia más valiosa de san Agustín no son sus escritos –aunque sea considerado uno de esos maestros de todos los tiempos–, sino que su gran obra es su vida misma. Se propuso desentrañar el gran misterio que es la existencia humana. Por eso ha pasado a la historia como un hombre inquieto, peregrino de dudas, angustias y esperanzas.
Frente a quienes presentan al ser humano como una pasión inútil o un ser para la muerte, san Agustín ve al hombre como “un milagro más grande que todos los milagros que el hombre puede hacer” (La ciudad de Dios X, 12), capaz de sentirse feliz arropado por el calor de la amistad y de saciar en Dios el hambre de amor y de verdad.    

P. Santiago

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