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Jesús
resucitado nos dejó su paz y su gozo como la mejor de las herencias Parece, sin
embargo, que muchos cristianos no se hayan enterado o que el día que lo
explicaron en clase de religión estaban con gripe.
Si
yo me encontrara con Moisés –cosa nada probable– le preguntaría a quemarropa:
¿Estás seguro de haber escrito en las tablas de la ley todos los mandamientos
dictados por Dios? ¿No se te olvidaría el mandamiento de la alegría o lo
suprimiste un poco caprichosamente para
evitar el número once y que nadie pensara en los integrantes de un equipo de
fútbol?
Toda
una semana para sacar a la calle la espléndida imaginería de Cristos coronados
de espinas, flagelados y crucificados o Vírgenes dolorosas, y solo la mañana de
Pascua para pasear al Resucitado o una talla mariana vestida con un manto
blanco de gloria.
Por
eso el convencimiento de que esta vida nuestra es un valle de lágrimas se nos ha atornillado a
nuestra piel de forma inseparable. ¿Es que no nos hemos enterado de que “tanto
amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de
los que creen en él, sino que tengan vida eterna” (Juan 3, 16)?
Esta primavera nuestra de la de la sequía climatológica que
destruye los sueños de tantos agricultores, de la crisis económica con sus
largas filas de parados y los hombres y mujeres de Cáritas multiplicándose en
los comedores sociales para distribuir comida caliente, es también el tiempo de
la alegría de la Pascua. Lo esencial de los cristianos es transmitir a la
humanidad un mensaje de gozo y de confianza
que brota de una vida iluminada por la resurrección de Jesucristo. Todo lo contrario a pensar que la fe va unida a ser
somos hombres y mujeres enlutados que no saben qué es la pasión por la
vida.
P. Santiago
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