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Miguel de Unamuno confiesa
en su obra Del sentimiento trágico de la vida: “No quiero morirme, no, no, no quiero ni puedo
quererlo; quiero vivir siempre, siempre, siempre, y vivir yo, este pobre yo que
soy y me siento ser ahora y aquí”
Cuando nos situamos ante el más allá,
el después de la muerte, las preguntas se agrandan y nos desbordan. Hay un
enigma tremendo y fascinador: ¿Qué nos espera? Un abismo, un encuentro, la
nada... ¿Destino trágico o esperanza cumplida?
El temor a la muerte significa que
están en pie un puñado de dudas y manifiesta
el hambre de inmortalidad. Viajamos en el tren del tiempo y es normal
que deseemos saber cuál es la estación final de este viaje. El ¿hacia dónde
vamos?, es de lo más razonable que a uno se le pueda ocurrir. Nadie se atreverá a decir que plantear esta
cuestión es pura fantasía.
Aunque los cristianos podamos contar con una luz
prestada –que eso es la fe– llevamos nuestro equipaje de vacilaciones. Creer en
la resurrección no es una explicación fácil o una evasiva
ante el futuro desconocido. Los ojos puestos en Dios –destino humano último–,
pero las manos en la tierra transformándola. Estamos llamados, por
igual, a la esperanza y al trabajo. La vida tiene su cuota de incertidumbre y
de pulso con la dificultad. Ahora es tiempo de brega, el salario se recibe al
final de la jornada.
Dicen que cuanto más se acercaba a la
muerte el genial músico Mozart, la vivía con mayor jovialidad y hasta euforia.
Escribió a su padre: “La muerte es el
verdadero fin-meta de nuestra vida. Por eso hace años que he entablado una
amistad tan profunda con esa verdadera y excelente amiga que su imagen no tiene
para mí nada que me pueda amedrentar.
Todo lo contrario: me es reconfortante y consoladora”.
P. Santiago
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