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Con el Domingo de Ramos
da comienzo la Semana
Santa. La
Navidad nos invita a mirar con ojos de ternura a un Dios
hecho niño, ahora nuestros ojos se centran en un Dios golpeado y clavado en una
cruz. Casi parece imposible que sean capítulos de una misma historia. El salto
de los villancicos a las lamentaciones nos hace pensar en una vida tensa con un
final dramático. Por fortuna, no es así la vida de la mayoría de los seres
humanos pero, aunque solo existiera una persona
que muriese víctima de la injusticia, Jesús habría aceptado ser
prototipo de la humanidad más doliente y de un amor infinito que se entrega a
favor de todos, particularmente de los más inocentes.
La muerte cruenta de
Jesús –que es la noticia inaudita de un Dios crucificado– es una noticia que
produce escándalo y gratitud al mismo
tiempo. “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jon
15, 13). Desde esta afirmación rotunda de san Juan es posible comprender el
misterio de la muerte de Jesús. Dios no nos ama de palabra sino de verdad y su
misericordia llega a todos sin exclusión.
El amor y el dolor son
asignaturas troncales de la existencia humana. En Jesús crucificado se entiende
como el amor –cuando es verdadero y no se reserva nada– lleva a entregarse para
dar lo mejor de uno mismo a quien amas. Este amor vence la muerte y es vía
segura para llegar a la resurrección. El crucificado es el resucitado y quien
ha querido participar de nuestra muerte, nos invita a participar en su
resurrección. Éste es el cimiento firme
de nuestra esperanza.
Que no se nos escape la Semana Santa sin un
tiempo para la reflexión. Hay que exprimir esas dos realidades tan densas que
tejen el argumento de estos días: el amor y el sufrimiento. El sufrimiento de
los parados, los enfermos incurables, los que viven en el pozo de la
depresión…nos rodea, pero el amor escasea. Si “tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único para que tenga vida
eterna” (Jn 3, 16), ¿existe otro modo de entender la vida según el Evangelio?
P. Santiago
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