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Desde los años ochenta es posible vivir con el corazón de otra
persona. Nuestro país a la cabeza de Europa en donantes de órganos y los
trasplantes ya casi no es noticia más que para la familia del enfermo. Quiere decir
que sí se puede cambiar el corazón y otros muchos órganos vitales.
Más difícil es cambiar el corazón en sentido
simbólico como expresa la súplica que
encontramos en el Salmo 50: “Oh Dios,
crea en mi un corazón puro, / renuévame por dentro con espíritu firme”.
Un trasplante va unido a una preparación, una
cirugía, unos cuidados posteriores, un estar atentos a cualquier síntoma de
rechazo, una vigilancia permanente…Todos hemos dicho alguna vez que queríamos
cambiar, arrancar las raíces del egoísmo, dejar de arrastrar las cadenas de
nuestras esclavitudes. Proyectos muy poco duraderos por pretender que toda esa
transformación de nuestra vida fuera indolora y no exigiera ninguna atención.
Sin el gotero de la Eucaristía y de la oración, sin unos minutos diarios de silencio
para repasar el crecimiento de nuestra fe y sin gestos diarios de generosidad y
de servicio a los demás, el rechazo es
inmediato e inevitable.
Los trasplantados quedan “enganchados” al equipo que
realizó la intervención para revisiones periódicas y cualquier emergencia
imprevista. Si yo quiero cambiar el
corazón “por dentro”, apoyado únicamente en mis fuerzas, sin vivir enganchado a
Jesucristo, será una aventura imposible. Ya nos lo advirtió Jesús:”El que sigue
conmigo y yo con él da fruto abundante, porque sin mí no podéis hacer
nada” (Juan 15, 5). ¿Quién no colecciona en su archivo
personal una torre de propósitos
incumplidos porque nuestra voluntad es movediza como el agua del mar,
tambaleante como el caminar de un niño que comienza a andar?
P. Santiago
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