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Hubo un tiempo en el que los pueblos organizaban su vida alrededor de las iglesias y el volteo de las campanas anunciaba siempre acontecimientos extraordinarios. Así, cuando llegaba la Pascua, el bronce tañía con fuerza invitando a la alegría.
Hoy la megafonía y las quejas de los vecinos más próximos han hecho enmudecer a muchas campanas. Puede ser un signo de que la alegría es más cara y más extraña actualmente. La expresión “alegre como unas Pascuas” va desapareciendo de nuestro vocabulario. Entre malhumorada e impotente, la gente dice “no estamos para fiestas”. Como si la alegría fuera un pecado, un signo de superficialidad, ganas de meterle a uno el dedo en el ojo con la que está cayendo.
Hay una evidente carencia de alegría y una sobredosis de malhumor y hasta de amargura. Por eso, celebrada la Pascua, hay quienes se encogen de hombros, piensan que la alegría es una nota menor en el pentagrama de la vida y siguen sumidos en el desencanto.
La Pascua es noticia y realidad suficientes para plantar en el centro de nuestra vida el mástil de la alegría, la paz y la esperanza. Vivir la Pascua es apuntarse a vivir resucitados. Si la resurrección de Jesús pasa inadvertida junto a nosotros, es que nuestra fe está debilitada por falsas seguridades que nos hacen confiar en otra fuerza que la nacida de la cruz. La Vida es mucho más que esta vida y el Amor es más limpio que nuestros amores casi siempre contaminados.
Un universitario comentaba la necesidad de “montar en la vida algo que no se caiga”. Aunque el lenguaje no sea muy teológico, me parece un proyecto muy serio y lúcido que bien puede unirse a la alegría de la fe y de la confianza, frente a la tristeza de un corazón individualista carcomido por el egoísmo.
P. Santiago
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