domingo, 11 de mayo de 2014

María, la mujer, la madre y la creyente

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 Con María la madre de Jesús, no hemos sido muy serios o, mejor, la hemos tratado de manera desigual. Unos han querido ver en ella una mujer lejana y distinta que nunca se manchó las manos en la cocina. Otros han tomado demasiada cerrada la curva de su humanidad y ven en ella una nazaretana más que los católicos hemos encumbrado desmesuradamente. Ambos quedan muy lejos de esa María total –mujer, creyente y Madre de Dios– que con una confianza sin límites  va asumiendo la misión confiada.
Primero, el misterio inesperado  de su maternidad que hasta los teólogos más sabios necesitan páginas y páginas para explicar. Quizá demasiadas porque bastaría decir que cuando el ser humano se llena de Dios su vida se torna fecunda.
Después, acompañando a Jesús en su niñez y juventud, su proceso de crecimiento que es, para cualquier madre, un itinerario de alegría, de miedo y de esperanza.
Finalmente –cuando podía estar María a punto de cruzar los cincuenta años– llega el capítulo decisivo de la vida de Jesús y de su vida. Para una madre es más fácil enfrentarse con la propia vida que con la vida de un hijo. Y en esa hora –que fue la hora de la verdad– recibe María a todos los hombres como hijos: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” (Jn 19, 26). La madre de Jesús ensancha su maternidad y recibe el título de Madre de la humanidad entera. Después, cada pueblo y cada ciudad han regalado a María mil títulos y nombres diferentes para acercarla todo lo posible a ese puñado de tierra en el que nos movemos. Se han levantado santuarios, sencillas ermitas, en las iglesias siempre hay un altar con una imagen mariana…Es el intento de tener cerca una cuadro o una talla de María, una  fotografía de la Madre para cruzar nuestros ojos con los suyos y sentir su caricia maternal.

P. Santiago

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