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La M de mayo, de madre y de María, llena los ojos de luz y remueve
la arquitectura del corazón. Mayo –como Sevilla– tiene un color especial. La
primavera ya ha madurado, los días se despiden con el color rojo de la sangre
nueva de la naturaleza cada día más poblada de mariposas, los parques, al
atardecer, son un concierto de trinos.
Mayo también es madre, la
palabra que, con caligrafía infantil escribimos un día en el colegio sobre un
folio con un dibujo coloreado. Nacimos, crecimos y nos movimos nueve meses por
los secretos rincones de las entrañas de nuestra madre. Conocimos que las madres
son aterciopeladas por dentro y por eso
acarician desde el primer día de nuestra existencia. Nueve meses cuerpo a
cuerpo y alama a alma, hacen que los ojos de las madres lleguen donde no
alcanzan los Rayos X ni el escáner más penetrante. Las madres
presienten, adivinan, intuyen, aciertan siempre.
Y mayo es María, bendición de
Dios sobre el mundo, celda del Espíritu, mar inagotable de esperanza. Es la
madre que no envejece ni pierde la cabeza y mucho menos el corazón. La madre
que nos espera para hablar todas las noches después de haber recorrido otro
día. Hay veces que nos sentimos como el niño que ha roto su juguete preferido o
como eternos adolescentes que se miran al espejo, preocupados por unos granillos en la cara que
no hay manera de que desaparezcan.
María –como todas las madres– es manirrota
en amar, encaprichada en consolar, especialista en sentarse a la
cabecera de nuestra cama cuando tropezamos con el misterio de dolor, de la
soledad o de la incomprensión. Dicen las madres que los hijos crecemos
demasiados deprisa y están deseando bajarse del regazo y corretear sin
descanso. Hasta que tropezamos, nos golpeamos con una esquina y volvemos a
buscar el abrazo caliente de la madre que lo arregla todo con una galleta o
un par de besos sonoros.
Además de tiempo para preparar
exámenes, mayo es mes para volver a María.
P. Santiago
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