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San Pablo escribe: “Si Jesucristo no ha resucitado, nuestra predicación no tiene contenido ni
vuestra fe tampoco” (1 Cor 15, 14).El papa Francisco se preguntaba en la
audiencia del pasado miércoles día 10 en la Plaza de San Pedro: “¿Qué
significa la Resurrección para nuestra vida? Y, ¿por qué sin ella es ilusoria
nuestra fe?” Y él mismo respondía: “Nuestra
fe se funda en la muerte y resurrección de Cristo, igual que una casa se
asienta sobre los cimientos: si ceden, se derrumba toda la casa”.
Si
Cristo no hubiera resucitado, nuestra mirada consistiría en un mirar hacia un
pasado lejano o un releer los escasos textos que nos hablan de las palabras y los
gestos de un Jesús que pertenece al pasado. Pero resulta que la fe no es una
historia de ayer y lo importante no son los discursos de Jesús, sino que su
vida sobre el escenario de la tierra hace dos mil años, supone hoy la presencia de Dios entre nosotros.
Hay
que atreverse con una pregunta peligrosa: ¿Por qué creo? La respuesta tiene que
ser personal y no vale buscarla entre
los libros cercanos. ¿Puedo justificar la fe ante mí mismo? Desde el punto de vista humano, Jesús muere
en la cruz como un fracasado que los poderosos de su tiempo quisieron eliminar por
incómodo.
Se
podría pensar que, después de la Pascua, los discípulos fueron dispensados de la fe porque fueron
testigos de una serie de encuentros deslumbrantes y no es así. Los discípulos
–como los creyentes de todos los tiempos– vivieron envueltos en el misterio. Vieron con
los ojos de la fe y la fe se sostiene en pie o se derrumba, si uno está dispuesto
a vivir en la confianza en Dios.
Es
una fe entendida como un amor que rodea
y acompaña, un foco de paz y de inquietud, una razón permanente para la búsqueda y para disfrutar del gozo del
encuentro, una presencia viva de quien ha vencido a la muerte y por eso hoy
continúa entre nosotros.
P. Santiago
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