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Cincuenta días después de la resurrección de Jesús, la Iglesia celebra la Pascua de Pentecostés que hace memoria de la venida del Espíritu Santo sobre la naciente Iglesia. Aquellos pescadores convertidos para siempre en mensajeros y testigos del Evangelio abandonaron todos sus miedos y se sintieron llenos de una fuerza interior como si hubieran recibido una inyección de coraje y de libertad. Las palabras de Jesús “No os dejaré huérfanos, yo volveré a vosotros” (Jn 14,18), se habían cumplido.
La historia de los apóstoles –como la de muchos hombres y mujeres de todos los tiempos–, no se explica si no es desde su experiencia de sentirse habitados por Alguien que ilumina, enciende y alegra su vida.
Para hablar del Espíritu Santo se han utilizado comparaciones y nombres diversos. Uno de ellos es hablar del Espíritu como “viento sagrado”. Todos hemos visto esos molinos que, colocados sobre los altozanos, abren sus inmensos brazos al viento para que se produzca el milagro de la energía eólica. Algo así –con la distancia de todos los símiles– sucede con la presencia del Espíritu Santo dentro de nosotros. A pesar de nuestra torpeza tanta veces demostrada, de nuestros egoísmo y nuestra pereza, el ser humano es capaz de perdonar y de amar sin medida, de multiplicar razones a favor de la justicia, de abrir el corazón a los más desfavorecidos para ofrecerles habitación y regazo, de dictar palabras para defender la verdad aun con el precio de la propia vida. Así, movidos por el aliento del Espíritu de Jesús, hay quienes cuidan el hermoso tapiz de la creación, mueven ríos de solidaridad, ponen alas a la ciencia, abren caminos a la ternura de Dios, construyen un mundo nuevo mientras llega el reino prometido por Jesús.
Que la Pascua del Espíritu llene nuestros vacíos, sea nuestra luz inextinguible y brisa en las horas de fuego.
P. Santiago
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