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En su Eucaristía diaria en la capilla de la Residencia Santa
Marta donde vive, el papa Francisco acaba de advertir que hay muchos cristianos
tristes y desanimados. Andamos escasos de alegría y de esperanza, sin duda.
Unas veces por el cerco de noticias trágicas que nos rodean –violencia de
género, atentados, un ventarrón que reduce las edificaciones de un poblado
entero de USA a un montón de escombros…–
y otras por sentirnos afectados por un estado de malestar interior que
no nos atreveríamos a definir. El resultado es una situación crónica de insatisfacción que, a veces, roza con la
melancolía. Alguien me decía que si las paredes de las habitaciones fueran
transparentes, veríamos que hay muchas personas que lloran en solitario.
¿Por qué ser felices es tan extraordinario? ¿Por qué, en
ocasiones, parece que nos falta el aire para respirar? ¿Por qué ese empacho de
preocupaciones y problemas que nos
asfixia?
Confiamos excesivamente en que la felicidad nos venga de
fuera y esperamos que se crucen no sé qué circunstancias para poder saltar de
alegría. Algo semejante a quien tiene en
la mano el boleto de uno de esos sorteos con un bote millonario de premio y
busca impaciente su número entre los
premiados.
No es así y la
felicidad, el gozo y la paz del corazón residen dentro de uno mismo. Es una
tarea diaria, una labranza que hay que cuidar, un quehacer ininterrumpido.
Es verdad la advertencia del papa Francisco: hay demasiada
gente triste y desanimada. No es fácil
justificar que vivan así los hombres y mujeres que han recibido el
regalo de la fe. Creer es sentirse acompañado, escuchado, comprendido,
perdonado por un Dios que es fuente de
vida y de esperanza.
P. Santiago