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Hay hechos y situaciones indeseables que ocasionan una larga
lista de víctimas. Nadie ignora el paro o la precariedad económica que asfixia
hoy a tantas personas y familias. Es el lado agresivo y preocupante de la crisis que emplaza a todos a la
solidaridad y el compartir.
También hay noticias periodísticas que rayan en lo estrambótico y la falta de
sentido. “Una familia gallega se gasta en percebes e ibéricos la ayuda social”.
Los concejales de un pueblo de La Coruña donaron 14.000 euros a un grupo de
familias necesitadas de su municipio. No entregaron dinero en metálico, sino
unos vales canjeables por alimentos básicos y también existía la posibilidad de
pagar facturas pendientes de luz, agua o cubrir algunas necesidades urgentes.
Saltó la sorpresa cuando los comerciantes acudieron a la administración local
para cobrar los vales y una de las familias favorecidas había invertido la
cantidad recibida en dos lotes de percebes, jamón ibérico, lomo embuchado, langostinos, productos de perfumería…
Seguro que otras familias hicieron un uso mucho más sensato
de la ayuda recibida y una anécdota, un desvarío gastronómico, no se puede
elevar a la categoría de generalización. Hay que aprender, sin embargo, las
lecciones de la crisis, admitir una forma de vida más juiciosa y sencilla –que hasta puede ser más sana– y apearse del capricho y el despilfarro.
Reconstruir el llamado estado de bienestar ya no significará
jamás volver a tiempos pasados que nos llevaron a soñar con un mundo de
fantasía. El siglo XXI –que es tanto como decir nuestro tiempo– impone un
necesario realismo, una mayor austeridad
y el olvido de lo superfluo. Hay que darle la razón a san Agustín cuando
advertía que “es mejor necesitar menos
que tener más” (Regla, III).
P. Santiago
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