Benedicto XVI ha tomado la decisión de renunciar a su ministerio como papa. Lo anunció,
inesperadamente, el pasado 11 de febrero a las 12,30 del mediodía. Un gesto de
lucidez y honestidad, propio del la sabio
que acepta de forma realista las
limitaciones de su edad. El mundo actual
–sometido a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve
para la vida de la Iglesia– necesita al timón
hombres en los que se aúnen la fortaleza física y el vigor espiritual.
La salud física de Joseph Ratzinger
nunca fue de hierro y, últimamente se
veía mermada notoriamente.
Con palabras escuetas,
confesaba el papa su debilidad y manifestaba su agradecimiento a sus
colaboradores más cercanos: “Queridísimos hermanos, os doy las gracias de
corazón por todo el amor y el trabajo con que habéis llevado junto a mí el peso
de mi ministerio, y pido perdón por todos mis defectos”.
El papa sabio y sencillo, de voz persuasiva y porte tímido, libre ante Dios y ante los hombres,
se retira para ocupar sus días a la
oración y el estudio. Deja un ejemplo elocuente de fe y humildad, una estela de
lucidez intelectual extraordinaria, un magisterio de gran riqueza doctrinal
y una resolución valiente ante problemas
que exigían actuaciones firmes.
Se va, también, el papa
enamorado de san Agustín: “Cuando leo los escritos de san Agustín no tengo la
impresión de que se trate de un hombre que murió hace más o menos mil
seiscientos años, sino que lo siento como un hombre de hoy: un amigo, un
contemporáneo que me habla, que nos habla con su fe lozana y actual”.
(Audiencia general del 16 de enero de 2008).
En otra ocasión no dudó
en decir que para él, san Agustín siempre había sido “un buen «compañero de
viaje» en mi vida y en mi ministerio” (Castelgandolfo, 25 de agosto de 2010).
P. Santiago
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