Casi siempre se asocia la Cuaresma a prácticas de penitencia –que tienen su significado y encajan perfectamente como preparación para la Pascua–, pero que dejan muy en segundo lugar una pregunta básica en la vida cristiana: nuestra relación personal con Dios. Y sucede que nuestros olvidos son, con frecuencia, selectivos y la gratitud suele quedar arrinconada en el fondo de la memoria. Como si no sobraran razones para dar gracias a Dios por todo lo que somos y tenemos. Pensamos que en el mundo todas las personas de nuestra edad gozan de la misma libertad y salud, idéntica posición económica y acceso a una educación que va a ser una llave de acceso al futuro. Repasamos más lo que nos falta que las muchas cosas y oportunidades de que disponemos. Por eso, el ejercicio de la gratitud debería entrar en el programa de Cuaresma como asignatura obligatoria.
Hace poco tiempo ha fallecido un amigo sacerdote que dejó escrito como testamento un hermoso himno de acción de gracias que yo he leído y saboreado lentamente. Escribía: “Gracias porque al fin del día, podemos agradecerte: El vivir y el haber vivido/ la salud/ los bienes materiales/ la familia/ la fe/ la belleza del cosmos/ el ingenio/ la vida y la vocación/ los años de colegio/ el afecto/ los amantes de la paz/ ser hijo de Dios/ saber leer/ la amistad/ las fiestas/ la música/ una vivienda digna/ el receptor de radio/ la ancianidad/ los cuidadores de personas/ los animales de compañía/ los templos/ los grandes centros comerciales/ las tiendas del barrio/ que seas Padre nuestro/ la casa de los abuelos/ la poesía/ los objetos de capricho/ el cine/ todo”.
Sobre este borrador, cada uno podría añadir los mil motivos para sentirse inmensamente agradecido y feliz.
P. Santiago
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