La cara menos soleada de la Navidad es
la pobreza, la desigualdad, el sufrimiento que todavía se hace mayor cuando
toda la escenografía de la ciudad es de fiesta.
Los políticos y los economistas dicen
solemnemente que todo lo que está pasando se debe a desajustes estructurales y
nadie se atreve a confesar que los problemas que hoy han llevado la angustia a millones de familias tienen su
origen en el corazón humano.
Un corazón amurallado detrás del
propio egoísmo – personal, de país o de continente– se vuelve ciego ante las
necesidades de los demás. Al final, el deseo de seguridad y de supervivencia
desencadena el espíritu competitivo donde uno ve alrededor rivales en vez de
prójimos. Vivir no es compartir, sino competir
y consumir de forma insaciable. Este modo de pensar fabrica
embargos, desahucios y
conflictos.
El papa Benedicto XVI comentaba hace
unos días: “Con Dios no desaparece el horizonte de la esperanza ni siquiera en
los momentos difíciles de crisis, ya que la Encarnación nos dice que nunca
estamos solos, Dios ha entrado en nuestra humanidad y nos acompaña". Y, en
otro momento, “La economía necesita la ética para su correcto
funcionamiento; necesita recuperar la importante contribución del principio de
gratuidad y de la "lógica del don" en la economía de mercado, que no
puede tener como única regla el lucro”.
Ante un cuadro de desigualdades tan
acusadas, Juan el Bautista grita en el
desierto de nuestro mundo: Para preparar el encuentro con el Señor en Navidad,
sumad vuestros esfuerzos en favor de la
justicia, que se abajen los montes y
colinas del derroche, abrid vuestro corazón a la solidaridad y la misericordia.
Solo así, la Navidad 2013 será de todos y para todos.
P. Santiago
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