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Emilio Aragón |
Ha muerto Emilio Aragón. Por eso, si ahora –desde la
carpa de la eternidad que Dios tiene
preparada para sus hijos–, “ nos preguntara Miliki “¿Cómo están ustedes?”, un
coro de niños de todas las edades –niños de cuatro, ocho, treinta, cuarenta,
setenta o más años– responderíamos como
si fuera una canción ensayada: “Tristes, muy tristes, porque te has muerto”.
Emilio Aragón dedicó toda su vida al noble oficio
de hacer felices a los demás. Con Gaby y
Fofó se asomaba a la televisión con sus canciones y sus mensajes, limpios como
agua de montaña, que hablaban de paz, de felicidad, de ayudarse los unos a los
otros. Nunca una palabra de esas que manchan a quienes las pronuncian y producen una herida a quienes las escuchan. El suyo no era el humor del tortazo sino del
tartazo y de la caída ruidosa por
tropezar con sus inmensos zapatos. Todas las historias, a pesar de los gritos
de la chiquillería, terminaban bien porque la música era el bálsamo que sanaba los golpes y unía las voces en una
misma canción.
Sobre su tumba, se podría colocar como epitafio:
“Emilio Aragón repartidor de sonrisas y embajador de la alegría”. Sonrisas de
luz que iluminaron la enfermedad de
tantos pequeños, aliviaron el dolor que se acumula en las plantas infantiles de
los hospitales y sirvieron de consuelo
para tantas madres que velaron las lágrimas de sus hijos.
Las canciones de Emilio Aragón han sido bandadas de
palomas blancas, nubes de algodón de un mundo fantástico, un arco iris que
cruzaba el alma y la llenaba de esperanza, una lluvia de estrellas como regalo
de cada programa.
Dios habrá tomado buena nota de que los payasos han curado corazones
solitarios lanzando besos desde la pista y se han pasado el tiempo repartiendo el jarabe de la ilusión.
P, Santiago
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