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Se insiste en el
recuerdo de los difuntos y nos olvidamos que noviembre comienza con la fiesta
de TODOS LOS SANTOS. Los santos no son esas tallas de madera o de escayola, muy
desiguales en cuanto a su valor artístico, que podemos encontrar en el interior
de un templo. Tampoco la lista de nombres
– ¡y vaya nombres!– que aparecen en las hojas del taco del calendario.
Frecuentemente los hemos vestido con un ropaje de leyendas y hechos prodigiosos
que, al final, los convierte en seres extraños y hasta inhumanos. Con lo bueno que es tener un santo amigo cercano, de carne
y hueso, enredado con sus dudas y sus miedos…
Celebrar “todos los
santos” es recordar en una misma fecha lo mejor de nuestra humanidad. Hombres y
mujeres que –a pesar de sus tumbos y sus errores– supieron mantener en alto el
ideal de una humanidad digna, solidaria, fraterna. Lo hicieron porque creyeron
en el proyecto de Dios sobre la creación. Abrazaron este mundo con un inmenso
cariño e intentaron hacerlo mejor
llenando las veinticuatro horas del día de gestos de trabajo bien hecho, de
compasión y mirada tierna hacia los más débiles, de ayuda incondicional en
beneficio de los desprotegidos. Los santos pretendieron vivir como Jesús vivió
y la vida de Jesús –en vez de ser una escapatoria de la realidad– invita a
mejorar esta tierra nuestra que, a veces, resulta tan dura y tan poco
habitable.
El día de todos los
santos es una buena fecha para recordar a esas personas que nos han enseñado a
vivir desde la sencillez y el ejemplo callado. Santos anónimos, sin
corona y sin peana, pero que aportan un
brillo especial a nuestra familia humana. ¿Es que no tropezaron con ninguna de
las aristas que presenta el acontecer diario? Seguro que sí. Su fortaleza de
espíritu, su esperanza a toda prueba y su amor sin límites ni fronteras,
arrancaba de la hondura de sus convicciones morales. Cuando alguien limpia su
corazón de divisiones y egoísmos y pretende vivir descaradamente el mandamiento
del amor, sitúa su vida en el corazón del Evangelio y está labrando algo tan
sencillo y extraordinario como es la propia
santidad.
P. Santiago
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