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“¡Dios mío, qué solos /
se quedan los muertos!”, exclama el poeta Gustavo Adolfo Bécquer. Noviembre es el mes de los
difuntos. Avanza ya el otoño a media luz, el sol calienta levemente la tierra,
la ventisca desnuda a los árboles y mece las hojas. La naturaleza parece
dormida mientras sobresalen las crestas de unas chimeneas humeantes.
El recuerdo de los
difuntos es un elemento presente en todas las culturas y sobran razones para
que el amor rebase los límites de la muerte. Solo mueren aquellas personas que
olvidamos. Para que el olvido no borre los nombres queridos, hay ritos y celebraciones de distinto significado. La semilla de
eternidad que llevamos dentro de nosotros mismos se subleva contra la muerte;
es la rebeldía de la vida, el deseo de superar cualquier adiós definitivo. Es
aquí donde la fe cristiana nos ofrece su luz para iluminar el enigma más grande de la vida humana.
La muerte es un tabú de
nuestro tiempo sobre el que no se piensa y tampoco se habla. En vez de mirar a
la vida y a la muerte con ojos bien despiertos, se prefiere dar la espalda a la
muerte como si no fuera posible ninguna respuesta o ninguna actitud positiva
ante un capítulo inevitable de nuestra propia existencia. La soluciónno es
negar la evidencia y, mucho menos, la desesperación. Tampoco podemos frivolizar
la muerte importando noches de brujas o
de difuntos con su ceremonial de disfraces, de casas encantadas y películas de
terror
¿Entonces? La esperanza
cristiana nos lleva a confiar en un
futuro último y definitivo que ahora no
podemos conocer ni imaginar. Futuro humano de nuevo encuentro con las personas
queridas en el que volveremos a vernos, escucharnos, abrazarnos, sin que nada
pueda ya romper los vínculos que nos han ayudado a ser felices. La resurrección nace de la
certeza de que algún día seremos recreados por Dios en la eternidad.
P. Santiago
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