viernes, 2 de noviembre de 2012

¡Qué solos se quedan los muertos!


                                                                       25 líneas
“¡Dios mío, qué solos / se quedan los muertos!”, exclama el poeta Gustavo  Adolfo Bécquer. Noviembre es el mes de los difuntos. Avanza ya el otoño a media luz, el sol calienta levemente la tierra, la ventisca desnuda a los árboles y mece las hojas. La naturaleza parece dormida mientras sobresalen las crestas de unas chimeneas humeantes.

El recuerdo de los difuntos es un elemento presente en todas las culturas y sobran razones para que el amor rebase los límites de la muerte. Solo mueren aquellas personas que olvidamos. Para que el olvido no borre los nombres queridos, hay ritos y celebraciones  de distinto significado. La semilla de eternidad que llevamos dentro de nosotros mismos se subleva contra la muerte; es la rebeldía de la vida, el deseo de superar cualquier adiós definitivo. Es aquí donde la fe cristiana nos ofrece su luz para iluminar  el enigma más grande de la vida humana.
La muerte es un tabú de nuestro tiempo sobre el que no se piensa y tampoco se habla. En vez de mirar a la vida y a la muerte con ojos bien despiertos, se prefiere dar la espalda a la muerte como si no fuera posible ninguna respuesta o ninguna actitud positiva ante un capítulo inevitable de nuestra propia existencia. La soluciónno es negar la evidencia y, mucho menos, la desesperación. Tampoco podemos frivolizar la muerte  importando noches de brujas o de difuntos con su ceremonial de disfraces, de casas encantadas y películas de terror
¿Entonces? La esperanza cristiana  nos lleva a confiar en un futuro último y definitivo  que ahora no podemos conocer ni imaginar. Futuro humano de nuevo encuentro con las personas queridas en el que volveremos a vernos, escucharnos, abrazarnos, sin que nada pueda ya romper los vínculos que nos han ayudado  a ser felices. La resurrección nace de la certeza de que algún día seremos recreados por Dios en la eternidad.

P. Santiago

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