domingo, 11 de noviembre de 2012

Morir con 94 años de vida


                                                                                                      25 líneas

El álbum de la vida va sumando páginas y coleccionamos las noticias de la muerte de personas muy queridas. Algunas de ellas producen  una herida íntima  que supura dolor y cariño a partes iguales. La muerte de la propia madre deja a uno sin llanto y sin palabras, sumido en un doloroso sentir, en una especie de furia sosegada o  de rebeldía serena.
Mi madre murió el pasado cinco de mayo. Hasta su despedida, había coleccionado noventa y cuatro mayos sin ningún traspié en la memoria y ninguna arruga en el rostro. Apenas  algo de niebla en los ojos, aunque ahora ya será capaz de leer la letra pequeña de la gloria.
¿Qué es la orfandad? La llaga de una ausencia absolutamente irremplazable, la renuncia al beso más sabroso que se puede recibir, la mano que, aunque rugosa y fría,  te transmite vida y seguridad. 
Las madres –vivas o muertas–  velan por sus hijos todas las horas. En el cielo ninguna madre cojea y hasta las espaldas más curvadas se enderezan para mirar a Dios a la altura de su cara y a sus hijos – eternamente niños– examinarles  el corazón para ver si está empapado por la tristeza y hay que bañarlo con un rocío de alegría.
Noventa y cuatro mayos volaron al encuentro con Dios en un fugaz momento. El cuerpo viaja hacia la ciudad de los cipreses y  deja un vacío muy hondo, un frío interior como la temperatura del mármol que cubre el polvo enamorado de quien en la vida tuvo por tarea ininterrumpida amar. El espíritu ya camina por los pasillos de la patria última que a todos nos espera, la ciudad santa en que fuimos empadronados en nuestro bautismo. Un día, ese cuerpo ahora ceniza, recuperará el frescor y la agilidad de la juventud, y comenzaremos a vivir de otra manera –sin bastones ni audífonos ni dolores reumáticos–  todos  unidos por las manos en un inmenso corro de hombres y mujeres plenamente felices.

P. Santiago

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