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El álbum de la vida va sumando páginas y
coleccionamos las noticias de la muerte de personas muy queridas. Algunas de
ellas producen una herida íntima que supura dolor y cariño a partes iguales.
La muerte de la propia madre deja a uno sin llanto y sin palabras, sumido en un
doloroso sentir, en una especie de furia sosegada o de rebeldía serena.
Mi madre murió el pasado cinco de mayo.
Hasta su despedida, había coleccionado noventa y cuatro mayos sin ningún
traspié en la memoria y ninguna arruga en el rostro. Apenas algo de niebla en los ojos, aunque ahora ya
será capaz de leer la letra pequeña de la gloria.
¿Qué es la orfandad? La llaga de una
ausencia absolutamente irremplazable, la renuncia al beso más sabroso que se
puede recibir, la mano que, aunque rugosa y fría, te transmite vida y seguridad.
Las madres –vivas o muertas– velan por sus hijos todas las horas. En el
cielo ninguna madre cojea y hasta las espaldas más curvadas se enderezan para
mirar a Dios a la altura de su cara y a sus hijos – eternamente niños–
examinarles el corazón para ver si está
empapado por la tristeza y hay que bañarlo con un rocío de alegría.
Noventa y cuatro mayos volaron al
encuentro con Dios en un fugaz momento. El cuerpo viaja hacia la ciudad de los
cipreses y deja un vacío muy hondo, un
frío interior como la temperatura del mármol que cubre el polvo enamorado de
quien en la vida tuvo por tarea ininterrumpida amar. El espíritu ya camina por
los pasillos de la patria última que a todos nos espera, la ciudad santa en que
fuimos empadronados en nuestro bautismo. Un día, ese cuerpo ahora ceniza,
recuperará el frescor y la agilidad de la juventud, y comenzaremos a vivir de
otra manera –sin bastones ni audífonos ni dolores reumáticos– todos
unidos por las manos en un inmenso corro de hombres y mujeres plenamente
felices.
P. Santiago
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