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Entre las
frases reivindicativas de las pancartas que se exhiben en las incontables
manifestaciones que desfilan por nuestras calles, todavía a nadie se le ha ocurrido exigir que
se supriman los lunes del calendario. Es, sin duda una prueba de cordura y
sensatez porque con los lunes hay que contar como con la gripe, la caída de las hojas
en otoño, el dolor de muelas o el fallo estrepitoso de un as del fútbol que
falla un penalti.
Querer eliminar los lunes sería
imposible e ilusorio. Ahí están, abren tímidamente la semana, nos invitan a
desperezarnos y retomar el camino hacia la universidad. Si no existieran los lunes –con la vuelta al
trabajo y esa desgana pegada a los huesos– la humanidad no progresaría,
nuestros sueños nunca se convertirían en realidad, viviríamos con el freno
puesto y nuestra vida sería una larga cadena de oportunidades perdidas.
Suena el despertador y, en vez de un
manotazo para hacerlo enmudecer, debiéramos abrir bien los ojos para
encontrarnos con la luz del nuevo día y pensar que, cuando se retiran las
estrellas, somos los seres humanos los que tenemos que llenar de luz cada
jornada.
Cada uno
tiene sus ritos personales al levantarse; el lavado de dientes, la ducha
matinal antes del desayuno, preparar los libros y apuntes o dar un vistazo a
las portadas de los periódicos para tomar el pulso al mundo de la política o de
los deportes.
Sugeriría
dos gestos sencillos que pueden significar el café espiritual de cada mañana:
Hacer la señal de la cruz – iniciar la semana en el nombre del Padre, del Hijo
y del Espíritu santo– y una mirada tierna al pequeño cuadro de la Madre del
Buen consejo que tenemos en la habitación. Ella puede ser un chorro de alegría,
una caricia de Madre que nos dice: Vamos hijo, que Dios no es tacaño cuando
nosotros y puede hacer con nosotros cosas grandes.
P. Santiago
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