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Se pueden cruzar despreocupadamente los cuarenta días de la Cuaresma y pensar que es el
tiempo del bacalao y de las torrijas, o entender que vamos subiendo –peldaño a
peldaño hasta cuarenta–, hacia el gran misterio de nuestra fe: la resurrección
de Jesucristo.
Hay un capítulo previo y necesario a la resurrección: la
muerte. Para afirmar la resurrección no se necesita la fe porque es una
evidencia cotidiana. Toda muerte, sin embargo, tiene su misterio y despierta un
puñado de preguntas. Mucho más si quien pierde la vida es alguien que, razonablemente, está en “edad de
vivir”.
El escándalo de la muerte de Jesús es doble: Morir joven
–poco más de treinta años– y morir en silencio. Un silencio, sin embargo,
estruendoso. También aquí se podría hablar –como en la película de Roland
Joffé– de “los gritos del silencio”. No es fácil entender una vida de Jesús tan
breve, limitada a un escenario geográfico tan reducido y acompañada,
aparentemente, de un fracaso tan rotundo. Por lo menos esa puede ser la
conclusión de quien lea los evangelios con impaciencia. Hace falta pasar del
prólogo al argumento, de las páginas introductorias al desenlace de la obra. El
mensaje de la historia de Jesús es el
triunfo final del amor sobre el odio, la paz sobre la violencia, la Vida sobre
cualquier forma de destrucción. Esta lectura de la muerte de Jesús es la clave
para comprender tantos acontecimientos que nos parecen desconcertantes. Hay
reveses que encierran lecciones convincentes para desentrañar la trama de la
existencia humana y aprender cómo gestionar positivamente todo ese mundo complejo de nuestros desengaños y frustraciones. Quien sabe que tras la noche llega la
aurora, no se asusta de la oscuridad.
P. Santiago
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