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Con la amistad sucede como con tantas otras realidades que el tiempo y el uso pueden desvirtuar. Sobre todo si entendemos la amistad como una relación funcional que está sometida al ritmo de la necesidad. Cuando nos llaman o nos visitan algunas personas, inmediatamente pensamos: ¿qué necesitará de mí? Esta es la primera falsificación de la verdadera amistad: reducirla a términos de utilidad. Surgen así amistades intermitentes y ocultas que salen a la superficie como llamadas de socorro que se hacen en situaciones de emergencia. La sospecha de que mi teléfono está al lado del 091 o del 112 convierte la amistad en una forma larvada de egoísmo.
También se desvirtúa la amistad si se equipara a complicidad hasta el punto de colocar la relación con el amigo o la amiga por delante de la verdad o del bien. La verdad puede aconsejar la reflexión compartida para evitar cualquier fracaso o la advertencia confidencial sobre el suelo peligroso donde está poniendo los pies la persona amiga. Como su vida le pertenece –pensamos a veces– asisto impasible al deterioro de su imagen y hasta a la pérdida de su dignidad. Es una forma de respeto que encubre crueldad e indiferencia. Que nadie se empeñe en hacer compatibles la indiferencia y la crueldad con la amistad, porque se distancian más que el día y la noche.
Amistad que no se cuida a través de la comunicación y amistad que no se interesa por el bien del amigo, es amistad adulterada, amañada según la conveniencia.
Parece claro que es necesario rescatar el don de la amistad en toda su grandeza y liberarla de cualquier significado tramposo. Hay que apostar por la limpia gratuidad de la amistad que es ajena a intereses y compensaciones.
P. Santiago
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