jueves, 10 de abril de 2014

El inevitable escalofrío de la muerte

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Si hay algún secreto que todos escondemos bajo la piel es la duda inquietante acerca de la muerte. Tenemos en nuestro archivo de recuerdos más íntimos los nombres de un puñado de seres queridos que ya no se sientan a la mesa con nosotros, no recibimos su felicitación de Navidad y hemos pulsado la tecla Supr sobre la dirección de su correo electrónico.
La fe religiosa supone un proceso en el que crecen las certezas, las preguntas y la relación personal entre el creyente y Dios. Es un largo camino que hay que recorrer arropados por la confianza. El itinerario –aunque parezca difícil de comprender– consiste en salir de la niñez para volver a la niñez. Salir de la niñez es atreverse con la duda, no cerrar los ojos a la realidad ni pensar en que Dios nos pide el obsequio de no pensar. Volver a la niñez es hacerse niño de nuevo, llegar a la conclusión de amar, confiar, esperar no son verbos que forman parte del cuerpo del diccionario sino un estadio superior de madurez.
Sería presunción o vana autosuficiencia proclamar que la fe disipa todas las vacilaciones. Aunque sea lo más parecido a una contradicción, progresar significa, a veces, dar la vuelta. Así sucede con el crecimiento en la fe. “Quien se tenga por sabio en este mundo, vuélvase ignorante para ser de veras sabio”, escribe san Pablo (1 Cor 3, 18). No se trata, evidentemente, de quemar los libros de la estantería ni tirar al contenedor de papel los apuntes  encuadernados en gusanillo. Ser sabio de verdad es conocer el aquí y el ahora, caminar con dignidad por los pasillos de este mundo y aceptar que el “más allá”, “el después de la muerte”, es imposible reducirlos a conceptos manejables. La salida de esta espesa oscuridad es –según Ricoeur–  comprender para creer  y creer para comprender. Ya lo había dicho san Agustín hace siglos: “Busco para encontrar y encuentro para seguir buscando más ávidamente” (La Trinidad XV, 2).

P. Santiago

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