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Hay dos momentos en la
vida laboral que tienen una
significación particular: Después del verano el “síndrome postvacacional” y,
pasadas las navidades, “la cuesta de enero”. Como si todas las fiestas o el
tiempo de ocio tuvieran que dejar una resaca inevitable. Tópicos aparte, existe
un afán humano de convertir la vida en drama y solemnizar los días nublados, en
vez de las muchas jornadas de luz cegadora.
A ningún ministro o
ministra de Fomento se le ha ocurrido suprimir las cuestas de nuestras carreteras,
como ningún hombre cuerdo ha sugerido
terraplenar las montañas para hacer más
cómodo el senderismo.
La vida y la naturaleza
tienen su orografía particular, sus altibajos
y sus contrastes inevitables. A la noche le sucede el amanecer y la
tarde se apaga lentamente para dar paso a las estrellas.
En el ámbito
universitario, enero es “temporada alta” porque es preceptivo pasar por el
control de los exámenes. Hay que ser expertos en el arte de la adaptación y saber actuar
según las necesidades del momento. Uno
de los libros de la Biblia –el titulado Eclesiastés– es de un realismo extremo.
En él leemos que todas las tareas bajo el sol tienen su tiempo. Aceptar las
tareas de cada momento es adaptación y
es sabiduría. No se puede vivir
contracorriente y los ritmos de nuestro trabajo, la mayoría de las
veces, nos vienen impuestos por calendarios o circunstancias que nosotros no
manejamos.
La cuesta de enero será
menos cuesta si desde un sobrio realismo nos sentimos autores de una vida que
es esencialmente evolución, camino hacia el mañana. Alcanzar ese puñado de
proyectos que cada uno acaricia entre las
manos y guarda en el corazón tiene un precio y es el esfuerzo, el afán
de superación. La “gozosa cuesta de enero” –dicho sin la mínima brizna de
ironía– es la oportunidad que tenemos de continuar tejiendo el futuro, la
propia e irrepetible historia personal
que es el empeño más ilusionante.
P. Santiago
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