Hay tantos veranos como personas. Cada uno tiene su forma
particular de descansar, de distraerse, de ocupar ese tiempo de ocio tantas
veces descuidado.
Verano es sinónimo de vacaciones –por lo menos para los
estudiantes– pero sería muy pobre que en septiembre ante la pregunta ¿qué has
hecho en vacaciones?, la respuesta se
despachara diciendo: nada. O lo que es lo mismo, pasar los días entre bostezo y
bostezo, víctimas de la enfermedad del aburrimiento. Dos meses así pueden
tostar la piel, pero también queman la iniciativa, la creatividad, el deseo de
llenar cada día de algo diferente y constructivo. A algunas personas les
resulta difícil pasar del tiempo organizado al tiempo libre y cuando se
encuentran con sesenta días sin despertador y sin horarios parecen perdidos en
un inmenso desierto.
Hay asignaturas de verano que tienen gran importancia. No me
refiero a esas del currículo académico que no se lograron superar, sino a
asignaturas fundamentales que forman
parte de la vida. Por ejemplo, la convivencia familiar. Disfrutar de los
padres, de los hermanos, de los abuelos…dedicarles tiempo, hablar con ellos y
escucharles sin las prisas y el lenguaje monosilábico del móvil. Buscar alguna
actividad gratificante: lectura, cualquier destreza manual, una salida a la
montaña, unos días de playa. Descubrir el tesoro de la soledad, del silencio
como reencuentro con uno mismo y con el gran misterio de la vida. Silencio que
es espacio para el pensamiento y multiplica la riqueza interior. Decía nuestro
Premio Nobel Juan Ramón Jiménez que “en la soledad se encuentra lo que a la
soledad se lleva”. El silencio es un buen test para medir nuestra riqueza o
nuestro vacío interior.
Verano es todo lo contrario a despreocupación, abandono,
deambular de un lugar para otro sin rumbo. Así que a hacer cada uno su
programa para que las vacaciones
resulten felices y fecundas.
Nos vemos a la vuelta.
P. Santiago
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