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Hay quienes censuran la historia y recortan las páginas que
les resultan poco ejemplares o las que pueden ser un tanto comprometedoras. El
fraude es mucho mayor cuando se omiten hechos o capítulos fundamentales de una
biografía.
Algo de esto puede suceder con la figura de Jesús de
Nazaret. La Pascua es un himno de esperanza con
su música de aleluyas y un
mensaje de paz y de alegría que es bálsamo que todos recibimos con el alma
abierta. Olvidamos, sin embargo, que a la Pascua le preceden la tragedia del
Viernes santo y la soledad del Sábado. Es fácil identificarse con la victoria
sobre la muerte, pero intentando borrar el dolor, el contratiempo inesperado,
el fracaso que rompe todos nuestros cálculos.
El sufrimiento es una cátedra de humanidad en la que nos matriculamos el
día de nuestro nacimiento. Antes que aprender a hablar o a reír, rompemos a
llorar como si hubiéramos ensayado el arte de las lágrimas durante los meses de
gestación en el seno de nuestras madres. Y si algo hay que evitar es el
sufrimiento estéril que es como un torrente de agua impetuosa que anega los
campos y pudre los cultivos, en vez de ser un elemento de fecundidad y una
garantía de cosecha abundante.
No se puede pasar por alto que el resucitado es el crucificado.
El desenlace final de júbilo y de triunfo tiene su prólogo de sombras y de
sangre. Así es la vida, con su trenza de risas y de llanto, un largo camino de
pasos, a veces lentos y torpes, una
cadena de honras humanas que se desmenuzan como arena. Así, hasta que
lleguemos a la cumbre y al encuentro con el Dios de nuestra fe que nos espera
en la plaza mayor de su reino, después de haber cruzado sendas estrechas y
sentir la sed vital de verdad, de luz y de amor infinitos.
P. Santiago
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