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El 24 de abril celebra la Iglesia la
fiesta de la conversión de san Agustín. No es la fecha de publicación de uno de sus libros y tampoco de
algún acontecimiento singular de su
vida. Es el recuerdo de la obra que Dios hizo en su vida.
Ante la galería de los santos uno se
queda asombrado por su talla espiritual –a veces también intelectual– y la distancia de los siglos es otra barrera
que parece distanciarnos. No ocurre así
con san Agustín que despierta una extraña cercanía. Es el hombre próximo, el
pensador siempre apegado a cuestiones vitales, el santo que presenta una
biografía con los claroscuros propios de la condición humana. Una vida llena,
tensa e intensa, con hambre de verdad,
de belleza y de amor. Manuel Machado lo definió como “el amigo santo y el santo
amigo”. Un amigo santo, nos obliga a la certeza de que Dios y el amor son, al
fin, más fuertes que todos los poderes y todas las mezquindades humanas. Un
santo amigo, es alguien vecino que
permitió a Dios labrase la tierra de su vida y, a partir de ese momento,
se tomó en serio el gozoso y dramático oficio de ser hombre siguiendo a
Jesucristo.
Como pensador, estiró la razón para
desentrañar las preguntas que a todos inquietan y utilizó esa misma razón para
conocer a Dios y escrutar los fundamentos de la fe. Después de un tiempo
azaroso de búsqueda, Dios salió a su encuentro y fue bautizado (387) por
Ambrosio, obispo de Milán. Fue ordenado primero
sacerdote (391) y más tarde, obispo (395) para regir la diócesis de
Hipona.
Agustín es el creyente de la fe
buscada, pensada, cultivada, celebrada, expresada. Que sea el Padre de la
Iglesia más citado en el Vaticano II puede ser un indicador de su actualidad.
Por eso el título de “el primer hombre moderno” no es gratuito.
P. Santiago